Lo musical y lo poético

01.07.2020

Edward Álvarez Yucra

Las fronteras del arte nunca dejaron de ser frágiles, el nexo entre los campos estéticos demarcó contacto a lo largo de su genealogía al punto de difuminar cualquier distinción cabal. El devenir de un arte estuvo sujeto al nacimiento de otro. Sin duda, el terreno literario fue uno de los más afectados, desde la antigüedad tuvo correlatos considerables por su manifestación oral. Cantar en medio de un ritual implicaba melodía en lo dicho, aunque las palabras no se designaran de acuerdo a los registros de voz ni siguieran partituras. La ardua tarea de retener los versos, la ardua tarea de recitarlos, traía consigo el germen de dos hermanas congénitas: la poesía y la música.

Consabida la clasificación aristotélica de los géneros tradicionales -lírico, épico, dramático-, la escritura dotará de solidez las familias literarias, perfilará sus rasgos tanto formales como semánticos. Así, las hijas de la lírica adoptarán personalidades señeras: el logos escrito frente al logos sonoro, la cadencia retórica frente a la melodía eufónica. Esta divergencia se amplificará con la desmesura racional. Del Renacimiento al Siglo de las luces, la modernidad impacta en la taxonomía, florece en la épica el cuento y la novela, brota el ensayo -entre los próximos géneros didácticos-, prepara el camino de la poesía como el nuevo rostro de la lírica; los géneros pretenden una indudable autonomía.

Sin embargo, la hibridación de los textos no desaparece. Baste tomar de modelo la épica o relato en verso para antelar el famoso poema en prosa o prosa poética. La naturaleza de ambos no es muy incompatible, salvo por la oposición de sus moldes: epopeya tradicional frente a poesía moderna. La primera sigue requisitos arcaicos, si nos remitimos a La Ilíada, los homéridas la memorizaban como archivo cultural; la mnemotecnia era facilitada por la composición métrica. En el segundo, la intención asume un rol crítico e innovador, al menos si pensamos en El spleen de París (Pequeños poemas en prosa) de Charles Baudelaire. Las pretensiones estéticas priman mucho más en el molde moderno. En cuanto a los motivos semánticos, las subjetividades contrastan propiedades eminentemente epocales.

Ocurre por esto una simbiosis, una dificultad para organizar los géneros literarios, pero ¿ocurre lo mismo fuera de la literatura? Para ser exactos ¿atañe también a la música debido a su correlato poético? Al parecer, es factible musicalizar poemas y poetizar canciones; las incongruencias empezarían si, literalmente, escuchamos canciones como poemas y leemos poemas como canciones. Pese al pasado de ambas partes, la poesía pertenece a la escritura creativa, las bellas letras, es decir, a la experiencia estética de la lectura propuesta tanto antes como ahora.

De antemano, he de responder a probables tachas de conservadurismo en esta conjetura. La literatura se transforma conforme se renuevan los lectores, o mejor dicho, conforme se actualiza el campo literario. La sociedad literaria canoniza las producciones de acuerdo a las pretensiones del escritor, dialogan autor y público, texto y contexto, no sin entrar en discusión sobre las ópticas de la obra. Las lecturas no pueden ser antojadizas. Si bien suena coherente la postura bartheana en contra del empoderamiento del autor, tampoco cabe justificar el abuso del lector. Nos consta que existen diversos horizontes de expectativas, así como intenciones no esencialmente literarias que infundieron la praxis literaria, pero no por ello la relatividad ha de tomarse con ligereza.

A razón del artículo de Fred Rohoner -en el cual abarca el caso del músico y poeta popular, Nincomedes Santa Cruz, entre otros-, es menester tomar conciencia del peligro que corre interpretar la siguiente conclusión: «Esa literatura peruana [la de los casos mencionados] no existe para nuestra academia o, como afirmaba parte de nuestra inteligencia local sobre Dylan, simplemente no es literatura». El riesgo recae en suponer que la escritura musical tendría que leerse con expectativas completamente literarias, asumir, rememorando la anécdota del Premio Nobel, que Dylan es a Eliot, lo que The wasteland es a The Freewheelin´Bob Dylan. Hecho insólito por el inconveniente estético de la composición, la música no puede desligar simple y llanamente los versos de su ritmo instrumental; la creatividad acude con frecuencia a los esquemas sonoros. Miles de canciones perderían fácilmente su gracia con tan solo remover su ensamble melódico, incluso poseyendo matices líricos.

Sin embargo, concedamos el supuesto. Si la música también es poesía -no en términos figurados-, extraña que la academia sueca no revise exhaustivamente las discografías de las últimas décadas ni nomine tan siquiera a músicos de este talante. Lo mismo pasa, a saber, con los concursos y medios de publicación, los participantes no son valorados por componer versos con notas musicales, sino solo versos, en tanto se clasifican como poemas. La comunidad literaria excluye la escritura musical de las coordenadas estrictamente poéticas no por ser de mente cerrada ni vetusta, sino porque abusaría del relativismo literario en cuanto arte. Con dicha lógica, sería inconcebible que cintas cinematográficas no ingresen a certámenes de teatro, ni que las fotografías se clasifiquen en secciones de pintura.

Teun van Dijk fue preciso al examinar la pragmática literaria, el texto encaja en esta perspectiva «cuando es considerado como un todo». Desglosar la obra crearía confusión, las lecturas fragmentadas la inundan de ambigüedad formal. Esto sugiere un amplio debate sobre la microficción, no así, desdice la disociación de los componentes musicales. La integridad del poema difiere de la canción por la intención sonora, así como el cine contrasta con el teatro por la intención audiovisual. Los compositores no escriben pensando en ser leídos, sino en ser escuchados -ello explica por qué Dylan fue reacio a recibir el reconocimiento-. Incluso si el interlocutor anhela desligar la letra de los instrumentos, terminaría en la parcialidad; se golpearía con un punto muerto donde todo se vale. Hablamos, entonces, de golpearnos con un vacío semántico -señalado por Jacques Thuiller en Teoría general de la historia del arte- y darle rienda suelta a los excesos. En efecto, si el arte admite todo, se llenaría de nada.

«Nada» no quiere decir que sea absurda una estética de la depuración sustancial. Jorge Eduardo Eielson, fue el mayor visionario del arte conceptual en el Perú, su percepción de una poesía fuera del lenguaje verbal, materializó performances y una plástica originales. Dirigió a su interlocutor hacia la belleza misma, el no-lugar del arte. Su poética -no olvidemos- fue multifacética, desentrañó la insuficiencia de la palabra cultivando el poema en otro códigos e imágenes. Así, la cuestión no radica en forzar equivalencias, más bien recae en agotar las formas estéticas hasta toparnos con lo innombrable. Al menos que el público espere forzar multifaces en los autores, no cabe sustituir la integridad de la obra literaria por la integridad de la composición musical. No por cultivar una arte, producimos dos obras al mismo tiempo; con esa intuición, el cine o los videojuegos sustituirían a todas las artes por su complejo andamiaje.

Sin la desarticulación de la obra ni la intención variopinta del autor -la cual no solo implica la praxis personal de artes alternos, sino además una producción considerable-, vendrían los alegatos de la inconsciencia creativa o la lecturas anacrónicas. Por una parte, la inconciencia es indicio de casualidad, si es que no excepción. La lectura de crónicas periodísticas a manera de novelas o cuentos, comprende una confusión circunstancial, tarde que temprano, resuelta por el escritor. Por otro lado, el yerro del lector consistiría en generalizarlas sin notar la salvedad; no todo el periodismo es estético. Más aún, la discusión en torno a obras periodísticas incurre en el nivel de ficcionalidad; a diferencia de la música, cuya impronta es la armonía sonora. El desvarío se presenta en desmedir la simbiosis, "Blowin´ in the wind" de Dylan, aparenta ser un poema, pero no sucede lo mismo con toda su discografía -sin mencionar que aún si es un poema, no tiene comparación escritural y trascendental con cualquier gran exponente anglosajón-. Lo literario de la música es tan limitado como lo literario del cine -si pensamos en el guion-. Aunque la madre de la poesía y la música sea la lírica arcaica, cada una sigue su rumbo. Siempre existirán relaciones de familia, así como las influencias, pero es claro que una hermana no es clon de la otra.

Un poema concebido en el proceso musical, a menudo construiría su sintaxis al compás de la melodía. La tradición poética de la música -según Enrico Fubini- no fue renuente a ello, otorgó crédito tanto a las partituras como a los versos; separarlos empobrecería, cuanto menos un poco, su dinamismo. La palabra se apoya en una cadencia predispuesta. La poesía, en cambio, genera su propia eufonía con la métrica, además de suscitar los sonidos del mundo. Observa Gina Saraceni en su artículo, "Anotaciones sobre poesía, escucha y sonoridad", que la poesía es capaz de explayarse en «una escritura vocálica en la que la voz poética, además de ser soporte de la palabra y del significado, es también materia que (re)suena y alude a las texturas sonoras de la vida y lo viviente». La divergencia en la intención escritural es inminente.

La poesía tiene algo de música y la música tiene algo de poesía. No obstante, su engarce no apunta al mismo grado de literariedad si tratamos con la lírica moderna. El absoluto de la obra marca la diferencia, desligar un solo verso, lo volvería aforismo; el sentido parcial diluye las formas con premura. Por el contrario, estos visos son significativos en los estudios literarios, facultan al texto de valor cultural, en tanto se preocupan por el nivel discursivo y no solo estético. He ahí lo llamativo del aporte de Rohoner, rescata músicos criollos que aludieron a los esquemas tradicionales en sus composiciones. Sin grave impresión, ello rememora las coplas de los juglares, los romances y, en cierta medida, los himnos clericales; lo cual hace consciencia de una hibridación mucho más cercana al fenómeno poético. El caso más diáfano del Perú se encuentra en el arequipeño Mariano Melgar, sus famosos yaravíes suenan con guitarra en mano o sin ella. Si la música anhela hacer poemas, su mejor opción es regresar a la métrica de antaño; la modernidad la liquidó tanto con el versolibrismo, como con los experimentos acústicos. Las expectativas del poema se hicieron menos sonoras y las de la música menos métricas.

Determinar la ontología de lo musical y lo poético, tienta a difuminar los nudos entre ambos. La poesía inició con una hibridación primaria que avanzó hacia el deslinde contemporáneo; por cuanto en las obras es imperiosa la síntesis de sus facultades para evitar la alienación, se complica señalar una producción literaria desde la estética musical. Cada cual guarda entramados dispuestos a ampliar su andamiaje, asimilan el exterior de sus campos con una suerte de sinestesia; poetizar la música exige leer con los oídos, musicalizar la poesía exige oír con los ojos. Así se producen las canciones inspiradas en poemas o los poemas inspirados en canciones. El contacto indiscutible solo se encuentra en la consciencia del trovador, un pensamiento orientado tanto a la forma del verso como a la eufonía melódica. Lorca seguía estas expectativas en sus canciones, villancicos, suits y romances -aunque estos últimos se inclinaron más a la escritura-, su fervor gitano lo empujaba a plasmar el poema con su piano; retornaba al gen híbrido. Por ello, colegimos en que el artículo de Rohoner no es un incentivo a los abusos del vacío semántico en la escritura literaria, las bellas letras se expanden, pero ni el campo literario ni la integridad del texto consienten todavía esta praxis. La expansión ha de reestructurar las gramáticas literarias, no zafarse de ellas desprolijamente.

Revista ZBONZ
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